En una época no muy lejana (no soy tan viejo como para que algunas cosas me parezcan lejanas) la frase “Noches de Bohemia” simbolizaba mi estado con la vida, la manera de afrontarla. La Noche era el refugio, era mi refugio y el de tantos otros que, como yo, la noche, la oscura noche, la solitaria noche, era el mejor reflejo del alma. Fueron, quizás, momentos negros donde no se distinguía bien el sinuoso camino por recorrer; camino aquel que todavía no sé si es el correcto, pero al fin, es un camino.

Bohemia es una palabra que tiene muchísimos significados de los cuales me identifico con poquísimos. Bohemia es más que nada la sustancia; toda noche consiste en algo.

Como un mal hábito, como esos vicios de temprana edad, de esos que son difíciles de deshacerse, vengo arrastrando, en pesada carga, esta frase “Noches de Bohemia” como un distintivo que me pertenece, que me es propio, pero a la vez, remoto, incierto y miserable.

sábado, 16 de octubre de 2010

Escrito en Octubre 2006

El tema radica cuando la mente vuela sin sentido, sin punto de origen ni punto de llegada. Donde más lejos llegue, mientras más pueda huir de ese maloliente e impuro mundo, más tranquila se encontrará y podrá pensar en paz. No hablo de esa paz después de las guerras, sino de aquel silencio después del gran bullicio. Así podré volar, volar y volar. Pero de pronto la mente se vuelve repetitiva, cíclica, casi sin un sentido aparente. Gira en torno de sí como una rueda descontrolada. Y no se puede pensar en nada, simplemente en que todo se repite... todo retorna como dice Nietzsche. Me pongo impaciente, sin una causa en que sustentarme .Todo me irrita, ya no me importa nada. Comienzo a sentir como la saliva inunda, poco a poco, mi boca, como en aquellos bocados del más puro néctar. Y esa punzada me sigue acosando sin sentido, cada vez más profundo, cada vez más dolor. La vela sigue consumiéndose, bajo ese aroma de incienso.

Me vierto en la calle, allí donde radica el silencio, y pienso. Segundo a segundo la calle bulle con todo su esplendor y ese tumultuoso llanto se asota contra mi. Busco mi camino, y parto sin pensar en nada más. Sé que es tarde, que pronto tendré que encontrarme con mi destino, el completo aislamiento en estas tierras, sin ninguna salida, solo recovecos, sin sentido. El frío comienza a azotar en esta noche de verano. La tormenta se aproxima en el horizonte sin permiso, con esa grandeza de las tormentas eléctricas de verano.

Me cuesta tanto terminar esta hoja, se me hace infinito el camino hasta el final de esta página, y lo pienso buscándole una razón de ser pero solo encuentro engaños y sospechas. Nada me sirve para volcar en este maldito papel. Mi mente está tan cerrada, que nunca llegaré por este medio a encontrar la clave maestra.

Quizás, mi querido lector, los puntos aparte me ayuden a conseguir mi meta... pero lo dudo tanto.

Estoy tan aturdido. La clave de toda buena redacción, o de todo buen relato no es tanto el concepto en sí, porque los objetos no son iguales entre sí, y quizás un concepto conocido no sea suficiente para describir a la perfección, o mejor dicho: a la “seudo perfección”.

jueves, 14 de octubre de 2010


Con el retroceso sigiloso del Imperio Romano en decadencia, las distintas regiones que alguna vez, por algunos siglos, disfrutaron del influjo cultural y económico del antiguo Imperio, yacían ahora en el más perpetuo de los olvidos. Sólo restaban en pie algunas pequeñas ciudadelas y monasterios, protegidas por campesinos y monjes, que protegían lo más valioso que les quedaba: la memoria de una cultura que por momentos los hizo grandes. Los caminos se cerraron, perdiéndose entre la maleza, los grandes claros de luz en los bosques se fueron ensombreciendo por el avance ineludible de la naturaleza. Muchos monjes y patriarcas partieron hacia Roma en busca de seguir bebiendo el elixir de la cultura y el conocimiento. Todo se apagó. La noche se hizo eterna en los albores del siglo VII d.C.


Un viejo monasterio a orillas del Río Rhin escondía en sus entrañas los más valiosos pergaminos y escritos de toda una época gloriosa. Los constantes ataques de las tribus bárbaras nórdicas que arrasaban con todo a su paso, obligaban a militarizar a todo el poblado aledaño. Monjes, campesinos y campesinas, herreros, carpinteros, pescadores, todos se apostaban en la plaza de armas al toque de las campanas de la iglesia. Algunos, con las mismas herramientas con lo que trabajaban la naturaleza, alzaban en alto éstas en un grito de guerra.


Una noche, como tantas, apacible y silenciosa, apareció arrastrándose, con el poco aliento que le restaba, entre la oscuridad del bosque, un hombre harapiento. Un viejo pasado en años, algo poco común en una época donde la miseria, las enfermedades, el arduo trabajo, dejaban poco resto a la vida; con una rama caída de la cual se sostenía y que marcaba el camino lento y penoso, se acercaba al poblado. Nada llevaba encima, solo sus harapos y su bastón. Sus pelos canosos y su exuberante frente gastada, su nariz aguileña y ojos oscuros denotaban que sus orígenes estaban lejos de aquellas tierras de pelos dorados y ojos claros. Los ladridos, que provenían de la inmensa oscuridad, delataron su paso. Algunas tenues luces fueron apareciendo de a poco, y lentamente el viejo dio cuenta que se encontraba en un reducto de civilización. En un antiguo latín pronunciaba palabras al aire, frases incoherentes para los campesinos que se aproximaban temerosamente empuñando sus rastrillos y hoces. Las miradas se fueron juntando en el viejo. Un leve vapor en la fría noche se desprendía de las narices de los pobladores. El viejo continuó su camino hacia el monasterio que se fundía a lo lejos, en lo alto de una colina, en una sombra perpetua que dibujaba, bajo el claro de la luna, los contornos rectos de la construcción. La cuesta se empinando y el barroso camino se empecinaba en negarle el paso al anciano. Por momentos resbalaba, se volvía a parar en la oscuridad, siempre guiándose por los filosos contornos que la noche dejaba resplandecer. Nadie se acercó a ayudarlo. Siendo un viejo indefenso, los campesinos estaban atemorizados, no tanto por la apariencia de éste, sino por la increíble proeza que había realizado al atravesar el temible bosque. La noche no era el momento más recomendable para surcar por los senderos sinuosos y peligrosos de un vasto bosque que rodeaba al pueblo. El único cúmulo de civilización se encontraba a leguas de aquellas tierras.