En una época no muy lejana (no soy tan viejo como para que algunas cosas me parezcan lejanas) la frase “Noches de Bohemia” simbolizaba mi estado con la vida, la manera de afrontarla. La Noche era el refugio, era mi refugio y el de tantos otros que, como yo, la noche, la oscura noche, la solitaria noche, era el mejor reflejo del alma. Fueron, quizás, momentos negros donde no se distinguía bien el sinuoso camino por recorrer; camino aquel que todavía no sé si es el correcto, pero al fin, es un camino.

Bohemia es una palabra que tiene muchísimos significados de los cuales me identifico con poquísimos. Bohemia es más que nada la sustancia; toda noche consiste en algo.

Como un mal hábito, como esos vicios de temprana edad, de esos que son difíciles de deshacerse, vengo arrastrando, en pesada carga, esta frase “Noches de Bohemia” como un distintivo que me pertenece, que me es propio, pero a la vez, remoto, incierto y miserable.

domingo, 28 de junio de 2009


Siguiendo un camino de lajas bordeado de viejos jacarandaes se llega a pie, cruzando la escuela rural Alberdi, a este pequeño observatorio perdido en lo más profundo del vasto verde. Verde que es oro, un oro verde, porque aquí, en estas tierras, los mares son de soja, soja que es oro verde.He tenido la oportunidad de conocerlo por dentro. Una noche estrellada vi por primera vez (y única hasta el momento) los lejanos planetas. Por años he forjado una imagen sobre los planetas (a través de las fotos plasmadas de color y matices) que fue brutalmente derrumbada por el reflejo insulso y sin vida de un minúsculo punto blanco que hacían llamar Marte.

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