En una época no muy lejana (no soy tan viejo como para que algunas cosas me parezcan lejanas) la frase “Noches de Bohemia” simbolizaba mi estado con la vida, la manera de afrontarla. La Noche era el refugio, era mi refugio y el de tantos otros que, como yo, la noche, la oscura noche, la solitaria noche, era el mejor reflejo del alma. Fueron, quizás, momentos negros donde no se distinguía bien el sinuoso camino por recorrer; camino aquel que todavía no sé si es el correcto, pero al fin, es un camino.

Bohemia es una palabra que tiene muchísimos significados de los cuales me identifico con poquísimos. Bohemia es más que nada la sustancia; toda noche consiste en algo.

Como un mal hábito, como esos vicios de temprana edad, de esos que son difíciles de deshacerse, vengo arrastrando, en pesada carga, esta frase “Noches de Bohemia” como un distintivo que me pertenece, que me es propio, pero a la vez, remoto, incierto y miserable.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Viaje por la línea 5

Bien acurrucado sobre el asiento, contrayendo fuertemente los dedos de los pies para poder calentarlos dentro de aquella zapatilla de goma totalmente helada, inerte, con las medias mojadas, por toda la transpiración del curso del día, que no podían aislar el poco calor que le entregaba la carne; Ese frío en los pies que lo inundaba desde abajo, recorriéndole las piernas, llegándole hasta sus más íntimas ideas, lo acomplejaba sin dejarlo tranquilo. Sus manos en los bolsillos se agarraban fuertemente a la tela de la campera, para impedir que el poco calor que emanaban las puntas de sus dedos helados se esfume en el fresco ambiente del colectivo.

G. hacía ya diez minutos que estaba arriba del colectivo casi desierto, sentado en el último asiento, detrás de la salida. Estaba encorvado hacía su interior, como protegiéndose de alguna golpiza, cuidando que sus reflexiones, las meditaciones de los eventos del día, de la ENET, de su futuro, no se les perdiera por aquel pasillo mal iluminado, bien ancho y largo, que terminaba en el chofer. Pasillo que representaba el largo de su angustia y desesperación.

Había terminado la jornada de clase, la jornada del día para toda la ciudad. Era casi como las nueve de la noche, a mediados del mes de Abril. Era el mes donde la ciudad tomaba un color distinto, había pasado ya el poco calor que entregaba el verano, y empezaba tempranamente el otoño. Las noches se hacían eternas, y el frío comenzaba a ser demoledor. Las personas sufrían como una metamorfosis: Con la tardía primavera que comenzaba en Octubre, emergían como sapos en las noches de lluvia a la superficie, a olfatear a su alrededor, a observar con poca claridad el cielo, que seguía siendo gris, porque en Comodoro el cielo siempre era de un gris ocre, tan insulso, tan apagado, que solo el patético desierto lo aguantaba. La gente salía del exterior de sus cuevas para sentir el viento en sus rostros, para darse cuenta, por un simple instante, que existían, pero presos, sin vida, en un estado de trance. Con la llegada prematura del otoño, las personas retornaban a su estado de letargo, se encorvaban, involucionaban poco a poco en topos, en gente subterránea.

G. observaba, por la ventana repleta de tierra, la calle oscura, mal iluminada. Presentía que tanto él como toda la ciudad estaba mudando, pero no podía darse cuenta objetivamente. Estaba implícito en su mente el cambio, y era tan natural para él, que ninguna de sus reflexiones se basaba en este hecho.

El Colectivo de la Línea 5 bajaba por la calle Viamonte en dirección al mar; en dirección a ese abismo oscuro y misterioso que era el mar cuando la noche caía sobre la ciudad. Era la unión eterna y efímera entre el inmenso mar y el infinito cielo nocturno, convirtiendo a la ciudad en un pequeño cúmulo de luces inmersa en una oscuridad vacía, solitaria y perpetua. Los pequeños frenos en las paradas despertaban a G. de su letargo, volviendo a su mundo real.

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